Vivir en tiempos de Coronavirus es muy difícil. Nos hemos convertido, gracias al miedo a morir en miedosos de veinticuatro horas, gels, mascarillas tapandonos la cara, distanciamientos, ausencia de abrazos, simplemente, ya no somos humanos, somos los cobardes refugiados gracias a un organismo invisible.
Más, si eso es difícil, al menos nos deja algo de corazón… y la esperanza que late a ritmo advirtiendonos que, quien sabe, un día de estos, podamos otra vez regresar a la deshumanización del caos ciudadano que vivíamos antes.
Lo triste, es tener que enterrar a alguien en Santo Domingo Este, llegar a la oficina del cementerio a hacer una gestión, oliendo a PicaPica por todos lados, van de aquí para ella, de allá para acá, resolvendo lo suyo mientras el visitante indeseado, el doliente, busca tapar sus lágrimas en medio de la deshumanización rapante de un personal que hace rato lleno de piedras sus corazones.
Mafias, verdaderas mafias, descontrol, motocicletas que entran a los terrenos del cementerio a hacer sus piruetas e incluso a ensordecer la quietud de las tumbas con sus cilindrajes, el cementerio de santo Domingo Este, el Cristo Salvador, es el peor reflejo de en que nos hemos convertido como habitantes de esta ciudad que aunque parece por momentos encontró dolientes, el camino es demasiado angosto para creer que mientras lleguen las soluciones no habrá muchas personas llorando dos veces a sus muertos ante la desdicha de tener que sepultar parte de su vida en un antro de maldad como es ese sitio.